lunes, 18 de julio de 2011

Paulino

Inspirado en el Hombrecito, de José Donoso

by Anila Rin


Cuando Ana nos leyó el cuento El Hombrecito, de José Donoso,  con esa entonación que sólo ella puede lograr, yo sentí que estaba frente a la viva imagen del Paulino.
Aunque la historia es parecida, a mi me gustaría contarla.

Paulino es una personita que esta presente en nuestra familia desde hace muchos años. Antiguamente fue la mano derecha de la abuela Hilda. La ayudaba en el almacén de ramos generales que tenía al lado de la casa. Él recibía los pedidos de los distribuidores que llegaban cargados con bolsas de harina, fideos, arroz, porotos, galletitas, pan. Todo venía a granel y se fraccionaba en bolsitas para la venta, de acuerdo a la necesidad de cada cliente. Las bolsas de harina eran de puro algodón tramado, gruesas; por eso una vez que cumplían su función contenedora, la abuela se las entregaba a  Doña Tei  para que haga sábanas para el invierno.
El abuelo, en esa época se dedicaba a la construcción, y a mi me gustaba ir a  la obra. Sobre todo a ver las casas de dos pisos que construía para lo ricos. Me asombraba el tamaño de las habitaciones, imaginaba terminados los baños,  subía por las escaleras. Me encantaba estar entre los escombros y los albañiles. Paulino y yo no faltábamos nunca los días de los asados, que se hacían como festejo cada vez que techaban una casa.
La abuela murió muy joven, yo era muy chica y nunca me dijeron de que murió, hasta el día de hoy para mi es un misterio. O tal vez los mayores comentaron, pero a lo mejor yo no entendí bien, porque tenía cuatro años cuando eso ocurrió.
De  chica, me parecía que la casa paterna  era  muy grande, y sin la presencia de la abuela mucho más grande. Todo parecía venirse abajo. La tía Yuyi no salía de su cuarto. El abuelo seguía trabajando como que si nada hubiera pasado. No era de demostrar sus sentimientos en público. El abuelo era de descendencia alemana, y era de esas personas que parecía tener un corazón frío. Pero no era así. Yo siempre he sabido recibir su cariño aunque no era un abuelo tradicional.

El pasto del fondo de la casa crecía, se caían de maduras las naranjas, las mandarinas, las guayabas y se podrían porque no había quien indique recogerlas para hacer jugos o dulces. Fue Paulino quien se encargó sigilosamente de realizar todas estas tareas sin que la tía, ni el abuelo advirtieran su presencia. Todos estaban inmersos en un silencio hermético. Cada uno a su manera expresaba su dolor. La tía en su cuarto de donde rara vez salía, y el abuelo trabajando hasta muy tarde, para no volver a la casa temprano.
Pero ellos no eran los únicos en la casa. Estaba también la Severa. Ella era la encargada de las tareas de limpieza y la que acompañaba
a la abuela en sus necesidades mientras estuvo enferma. Tenía su cuartito al lado de la cocina.
No se si la tía se recuperó, pero al año se casó y se fue a vivir a la casa de al lado. Era una casa que el abuelo había construido para cuando ella se casara y también le dejó el almacén, _ para asegurarte el futuro,  le dijo.
Un día llegué a la casa del abuelo y entré como siempre… sin avisar. Y lo  encontré con la Severa, que estaba acostada en la cama de la abuela.
Yo no sabía que decir…y no dije nada.
Al tiempo todos se enteraron que la Severa sería la nueva esposa del abuelo.
Paulino dejó de ir a la casa paterna, creo que no le caía muy bien esa nueva situación.
Nuestra casa, quedaba continua la casa de tía Yuyi. Es que el abuelo prevenido construyó una casa para cada hijo. Y así fue como Paulino ahora iba a mi casa.
Mamá enseguida encontró un montón de tareas para encomendarle.
En verano había que cortar el césped una vez a la semana. Vaciar la pileta, limpiarla  y volverla a llenar de noche para no dejar sin agua a los vecinos.
Había que podar las plantas del jardincito del  frente  y del patio de atrás. Mantener las bicicletas para que siempre estén en condiciones. Cambiar la garrafa cada vez que se terminaba el gas. Cada tanto limpiar el tanque de agua que estaba sobre el techo de la casa. Entre otras cosas cambiaba las lamparitas cuando se quemaban. Arreglaba una y otra vez la plancha, pintaba las rejas, y juntaba las hojas secas del paraíso en los otoños. Cuando el tiempo se lo permitía nos acompañaba hasta la escuela y la tarea más pesada consistía en una vez al año vaciar y limpiar el cuartito del fondo donde se guardaba de todo: la moto de mi papá, nuestras bicicletas, funcionaba de lavadero, salita de planchado, y también se guardaban algunas de las herramientas de trabajo del abuelo que mi papá las conservaba sólo como recuerdo, porque nunca supo usarlas.
Papá no servía para tareas pesadas, sólo era apto para trabajar sentado frente a una máquina de escribir en una oficina.
No sabíamos que hacía Paulino después que se iba de casa. Pero muchas veces mamá no lo dejaba entrar y lo mandaba de regreso. Entre ellos había una forma tácita de comunicación. Cuando Paulino venía entrando silbando tranquilamente, mamá lo recibía y le asignaba las tareas del día. Pero cuando Paulino venía sin silbar, mamá lo mandaba de regreso.
Terminamos la primaria y empezamos a cursar el secundario. Paulino ya no nos acompañaba a la escuela. Pero seguía viniendo a casa. A veces no había nada para hacer, pero mamá inventaba excusas para no decirle que se vaya o para que él no sintiera que le estaba dando un dinero como limosna.
Con mayor frecuencia Paulino entraba sin silbar, y con la misma frecuencia mamá lo mandaba de regreso.
Con la adolescencia yo dejé de prestar atención a su presencia. Pasaban días enteros en que no paraba en casa,  iba y venía con mis actividades del colegio y Paulino se fue haciendo invisible para mí. Después me fui a estudiar a Corrientes, la capital de mi provincia y mi vida fue desde allí muy vertiginosa, todo pasó tan rápido…
Para las fiestas de fin de año regreso a casa, pero siempre por pocos días, y me la paso de visita en casa de amigas.
A las doce y diez del nuevo año, Paulino siempre se presentaba en casa para brindar con nosotros y cuando se iba, mamá le entregaba un paquetito con pollos, carnes, pan dulce y sidra.
_ Paulino, esto es  para mañana...le decía. Pero sabía que la sidra no llegaría sin abrir hasta el otro día.

A mí, me daba gusto verlo, pero me repugnaba un poco su olor a alcohol y evitaba quedarme conversando mucho tiempo. Además ya no teníamos casi temas de que hablar.

Hace poco me enteré por papá que Paulino estaba internado en el hospital con una cirrosis muy avanzada.

Mi hermano y yo hace muchos años que ya no vivimos en casa, hicimos nuestra vida fuera de nuestro pueblo natal. Y en casa, con la ayuda de Dorita alcanza. Pero mamá no pierde la costumbre de contratar “un asistente,” como ella los llama.
Papá se jubiló y el ingreso ya no es el mismo. Pero allá… donde poco es mucho… y donde siempre viene bien un plato de comida caliente y compañía. A mamá se le ocurrió  llamar a Juancho y ahora el que entra silbando de vez en cuando es él.
                                                                                            



Bar Vieja Estación - Parque Urquiza
Rosario - Argentina



2 comentarios:

Anila Rindlisbacher dijo...

Gracias Glo, por publicar este cuento que escribí con muchísimo cariño. Me emociono re leerlo. unbeso

Unknown dijo...

Anila: este cuento me encantó, está tan prolijamente escrito. Transmite un clima de calidez, de cercanía, digno de aquellos momentos entrañables de nuestra vida que se vuelven recuerdo para tesorar por siempre.
beso!