lunes, 14 de febrero de 2011

De San Expedito y otras estampitas.

Abrió la puerta y salió a la calle. Subió la cremallera del abrigo hasta el cuello y caminó por la acera oscura. No sabía a ciencia cierta si caminaba o flotaba sobre las baldosas. Se encomendó al cielo y comenzó a llorar. ¿Cuál era ese santo tan milagroso? ¿San Expedito era? Si bien ella era más de Jesús y María, tendría que pedir refuerzos porque el diablo nunca se viene con chiquitas. El corazón le latía desesperado y la respiración desordenada le inflaba el pecho que se llenaba de aire, lágrimas y desasosiego. Lloraba a borbotones y emitía quejidos que sonaban a aullido de animal en peligro. Por momentos daba pasos largos y desorientados apretando el suelo. Por momentos corría como un niño atolondrado. Su cabeza no paraba de girar recorriendo imágenes de la última media hora. Esos momentos parecían de otro siglo y de la vida de otro. ¿Cómo llegó el cuchillo a sus manos? ¿En qué instante decidió enterrarlo en el cuello de Martín? Solo recordaba el ruido de la hoja desgarrando la camiseta hasta entrar en el trapecio derecho. Solo recordaba el golpe al chocar contra la clavícula. ¿Qué habrá hecho Martín? ¿No se habrá defendido? Ella de eso no tenía registro alguno. Solo recordaba el acompasado ritmo del metal entrando y saliendo en el cuerpo de su amante. Solo recordaba el olor ácido de la sangre de Martín que inundó sus manos y las mangas de la chaqueta. Se detuvo de repente en una esquina, abrió las palmas bañadas de rojo y mientras las recorría con la mirada comenzó a reírse a carcajadas. Rió con ganas, con gozo, con liberación. Rió hasta que le volvió el alma al cuerpo. Miró al cielo negro profundo y gritó con toda su garganta: ¡Fuiste, cabrón! 

Autor: Gloria Llopiz

2 comentarios:

Calavera dijo...

Muy bueno, Gloria! :D

Me encantan tus minirelatos! ;D

@gloriallopiz dijo...

Gracias G!!
(viniendo de usted es un gran halago)